29 mayo, 2023

Leyenda del Garoé, símbolo de la identidad herreña

CEEM. Junio de 2014

En la isla de El Hierro, en el archipiélago canario, existe una leyenda linda y hermosa, a la vez que triste, que refleja el estilo de vida entre los primitivos y expresa qué sucedió cuando llegaron los castellanos. En esta historia se pueden encontrar semejanzas con la vida posterior, hasta hace apenas unas décadas.
El relato está basado en la obra Garoé, que publicó el escritor tinerfeño, Alberto Vázquez Figueroa, en 2010. Por tanto, se fundamenta en una versión novelada de la leyenda original del Garoé.

Los aborígenes herreños vivían en una sociedad estructurada y organizada con sus propias leyes. El sustento para la coexistencia procedía principalmente de los campos regados por las lluvias y del pastoreo, pero de vez en cuando les sobrevenía un severo obstáculo: esas lluvias que rociaban los campos y ellos almacenaban en charcas se ausentaban hasta por 7 y 8 años. Eran muy largos los períodos sin una gota caída del cielo, por lo tanto, la escasez era extrema.
Esas épocas de sequía se agudizaban de tal manera que hasta los animales morían, las plantas se secaban y los nativos pasaban penurias sin apenas sustento ni agua. Solo había un lugar secreto y escondido en la isla donde se encontraban unos manantiales que permanecían llenos todo el año: En las cumbres del norte, cerca de Valverde, la naturaleza había sido generosa con los bimbaches.

Árbol Garoé y las charcas que contienen el agua.
Árbol Garoé y las charcas que contienen el agua.

Excepto por estas estrecheces cíclicas, vivían tranquilos, sin intrusos. Habían visto pasar griegos, fenicios y romanos sin que hicieran asentamientos, pero cuando los militares y las tropas castellanos llegaron lo hicieron para quedarse. Cuando desembarcaron, los lugareños, prácticamente, no presentaron resistencia, quizá sabían que las condiciones para la guerra que tenían los invasores eran superiores a las de ellos y decidieron llevar la intromisión con cierta armonía y paz para sufrir las menores bajas posibles.

La convivencia al principio fue armoniosa. Incluso dos enamorados, un militar, el teniente peninsular Gonzalo Baeza y la princesa aborigen Agarfa, se unieron en casamiento sin obstáculo por ninguna de las partes.
Mientras los bimbaches preferían las zonas altas, los conquistadores se asentaron en las costas en donde descubrieron que había un recurso para ellos muy importante: la orchilla, ese liquen abundante entre las rocas marinas de la isla, del que podían extraer un colorante natural para obtener el color púrpura tan demandado en la antigüedad. Para lograr el tinte era necesario mezclar la orchilla con mucha agua dulce y entonces comenzaron los conflictos. Las aguas no eran tan abundantes como ellos creían y pronto empezaron a agotarse.
Los peninsulares se desesperaban. La vida se convertía en un infierno. No sabían cómo encontrar el imprescindible líquido porque los lugareños callaban. Ellos estaban seguros de que habría algún sitio y lo encontrarían, aunque sería tarea difícil, pues los aborígenes, siempre unidos y apegados a sus normas, preferirían morir antes que dar a conocer el lugar.
En medio de esta desazón e impaciencia, Gonzalo y Agarfa se encontraban presionados. Él por sus superiores que le exigían obtener de su compañera el secreto y ella por los suyos que le advertían sobre las consecuencias de revelar el inquebrantable pacto ancestral.
Los acontecimientos se precipitaban. Los castellanos habían llegado al límite, la tropa al cargo Gonzalo estaba muriendo de hambre y de sed. Entonces Agarfa, llena de fortaleza por el amor a su marido le dijo: ven conmigo y trae a tus súbditos. ¿A dónde? Preguntó él. Ella le respondió: Ya verás. Y comenzaron a andar por los pendientes riscos y caminos. Cuando él intuyó hacia dónde se dirigían se apresuró a decirle “No podemos ir, te va en ello la vida y, si mueres, es peor que si muriera yo”.

Garoé, 3
Paisaje que rodea al Árbol Santo

Durante el recorrido, los nativos observaban cómo se dirigían al sitio tan celosamente guardado sin intentar impedirles el paso, quizá porque en su interior reconocían algo de injusticia al aceptar que otros fallecieran por falta de agua ¿No era eso asesinar a gente moribunda? Sabían que la sed es mortal y el agua milagrosa.Al llegar a la cumbre no vieron embalses, solo sintieron frío, observaron una densa niebla que corría por las laderas sobre las hondonadas y un inmenso y frondoso árbol protegido entre montañas y le preguntaron a su guía ¿qué es esto, dónde está el agua? Esto es el árbol santo, el Garoé, el que llora de alegría, del que mana agua. La muchacha avanzó, se agachó con un cuenco y lo levantó lleno del agua almacenada en las charcas invisibles protegidas por los musgos. Se hizo el milagro, volvían a la vida. Todos pudieron beber y saciar su sed.

¿Qué haremos ahora que sabemos dónde está? Le preguntaron. Ella respondió: beber lo justo y compartirla con los isleños.

Mientras el teniente estaba disfrutando del hallazgo con sus compañeros, Agarfa en silencio se retiró. Cuando su esposo quiso encontrarla para compartir con ella la alegría, la divisó a lo lejos. Encabezaba una procesión que se dirigía a un precipicio. La joven avanzaba sin prisa, erguida e impasible. En ese instante el teniente intuyó que sus sueños y esperanzas de felicidad no se cumplirían. Al llegar la muchacha al final del sendero, se dio la vuelta y ambos encontraron por última vez sus miradas. Transcurrieron segundos amargos, los que jamás se olvidan, los que hacen que la vida se convierta en un castigo interminable. Agarfa volvió al frente y se dejó empujar. Su cuerpo cayó al vacío y se fue para siempre pero su alma quedó para la eternidad, está en las cumbres herreñas, para decirles a todos lo importante que es para un pueblo mantenerse unido y lo importante que es ser solidario y hospitalario.Virtudes que han mantenido los herreños a través de su historia.

Árbol Santo

El Garoé original lo destruyó una tormenta en 1610, pero desde el año 1957 en las mismas cumbres del norte de la isla, en ese mismo lugar se plantó un laurel semejante al árbol original. Es el actual Garoé, igualmente rodeado de nubes en una zona húmeda, rodeada de musgo, con charcas en el piso, por lo que es fácil imaginar que ciertamente este árbol surtía de agua a los primitivos herreños y era símbolo de vida y seguridad para los aborígenes.

Josefina Benítez Quintero.